4.10.06

EUGÉNIO DE ANDRADE, ÚLTIMO CANTO

Eugénio de Andrade se despide
Se publica la lírica completa del poeta portugués vivo más universal
JORDI JOAN BAÑOS (servicio especial)
LISBOA.- Eugénio de Andrade se apaga. El astro que ha dominado la poesía portuguesa del último medio siglo no volverá a escribir ningún verso. Por eso, la inminente aparición de su obra poética completa -más de 600 páginas en portugués- tiene mucho de testamento. Desde hace tres años, el “poeta solar” afronta las últimas fases de una enfermedad degenerativa encerrado en la Fundación Eugénio de Andrade de Oporto -en la desembocadura del Duero- que le sirve de editorial y de casa desde su creación, en 1993. La nueva edición de “Poesia” contendrá ya todos sus versos, con la inclusión de su último libro, “Surcos de la sed” (2001), que fue publicado poco después de obtener el Premio Camões, el Cervantes de las letras portuguesas. La prestigiosa revista portuguesa de poesía, “Relâmpago”, le ha dedicado un monográfico en su último número.

Cabe decir que el año pasado Círculo de Lectores publicó una antología de Andrade, en traducción de Ángel Campos. Hace dos décadas, el que fuera amigo del poeta, Ángel Crespo, había hecho lo propio con sus obras publicadas hasta 1980. Asimismo, varios de sus títulos han ido apareciendo separadamente en castellano y, tres de ellos, en catalán, traducidos por Manel Guerrero (“Ostinato Rigore”), Xulio Ricardo Trigo (“Ran del dir”) y Vicent Berenguer (“Matèria solar”). No en vano, Eugénio de Andrade es el poeta vivo en portugués más universal y traducido, y el más difundido en todas las lenguas ibéricas, incluido el gallego, el vasco y el asturiano.

Eugénio de Andrade nació en una aldea del centro-norte de Portugal, en 1923 y pasó el final de su infancia y su adolescencia en Lisboa, con su madre, una figura omnipresente en su obra temprana. Tras unos estudios inacabados en Coimbra, Oporto se convirtió en su ciudad de adopción, donde ejerció de inspector de sanidad, sin interesarse nunca por ninguna promoción. Andrade deja una treintena de libros, casi todos de poesía, aunque sus tres volúmenes en prosa estén entre lo mejor que se ha escrito en portugués y sobre literatura portuguesa. También algunas de las antologías más importantes de la poesía lusa llevan su sello, entre las cuales una de Fernando Pessoa, que fue el que le abrió los oídos a la poesía “en aquel otoño amargo de 1939”. Tal como recuerda en “Afluentes do silêncio”, a los 16 años, el todavía José Fontinhas se pasaba las tardes en la Biblioteca Nacional de Lisboa, copiando poemas de Pessoa, que sólo se encontraban en revistas antiguas. La sombra del poeta de los heterónimos, fallecido pocos años antes, se paseaba aún entre las mismas estanterías, “con una petaca de aguardiente asomando del bolsillo”.

La sombra de Pessoa
Y sin embargo, su precursora fascinación por Pessoa, que en décadas posteriores se repetiría en aspirantes a poeta de todo el mundo, no dejaría un poso notable en su obra. Como él mismo subrayaría más tarde, no podia compartir con Pessoa “su hostilidad por lo real” y “su horror por el cuerpo”, él que estaba destinado a ser el gran dignificador de la piel y el deseo. Tampoco tendría nada que ver con el Pessoa discursivo o el vanguardismo de Álvaro de Campos; quizás algo más con el paganismo horaciano de Ricardo Reis o con el epicureismo rústico de Alberto Caeiro. Andrade renegaría también del Pessoa nacionalista de “Mensaje”, que acabaría por “ornamentar académicos discursos de poder”, mientras que él haría gala de una “descomprometida concepción de la poesía mantenida a lo largo de los años”.

“Entre nosotros, la glorificación de Pessoa comienza a ser inquietante”, llegaría a escribir, “y amenaza con llevar a los sótanos de la poesía nacional a Teixeira de Pascoaes o a Sá-Carneiro, e incluso a poetas que en el ámbito de la perfección y la pureza lírica le son superiores, como Cesário Verde y Camilo Pessanha”. Aunque Andrade también guardaba munición para la poesía visionaria: “Los poetas inspirados, o identificados con el cosmos, son así: escriben lo que oyen. Y las voces que les dictan los versos no siempre son exigentes.” Se entiende que Andrade no quiso ser un epígono de las vanguardias ni un rebuscador del inconsciente, y la coherencia de toda su obra le sitúa en las antípodas de la escisión pessoana. Según él, Pessoa “nunca acertó a ser él mismo” y le acusaba de haber echado mano de todas las estéticas con que tropezó. Por eso, todavía joven, entendió algo fundamental: “Si quería que la palabra poética se confundiera con el bullicio de mi propia sangre, sólo me quedaba escribir exactamente de espaldas a él”. Según algún crítico, “para devolverle un cuerpo a los dioses”.

Aleixandre y España
Andrade tradujo a Safo, Char, Ritsos y, tempranamente, a García Lorca, aunque sabiamente desistiera de imitar su duende irrepetible. Apreció mucho el romancero castellano, Jorge Manrique y cierta poesía de Machado, aunque de entre todos los poetas del mundo decía preferir a San Juan de la Cruz, quien “escribió los versos más sensuales de toda España”. Asimismo, opinaba que “la mitificación de García Lorca impedía reconocer la estatura, nada menor, de Guillén, Cernuda y Aleixandre”. A este último y a Ángel Crespo les descubría libros de Pessoa y Pascoaes en sus frecuentes visitas, por motivos sentimentales, al Madrid de los 50. Pero su afán por la poesía pura, por construir la transparencia, le acercaba a Juan Ramón Jiménez más que a ningún otro poeta español.

A orillas del Atlántico, Eugénio de Andrade escribió una poesía mediterránea y transparente, rebosante de sol y de cal, y sin el yeso de los “noucentistes”. En la humedad de Oporto se convirtió en el más griego de los poetas lusitanos, junto a Sophia de Mello Breyner Andresen. Su amigo, el crítico Eduardo Lourenço, afirma que cuando le conoció, en la Coimbra de los años cuarenta, “no era pagano a la portuguesa, como Miguel Torga, sino a la griega”. Aunque su adoración por los efebos permanecerá siempre velada en sus poemas.

Andrade es un poeta afirmativo, de la plenitud, que rechaza la racionalización en favor de una presencia maravillada de los seres y las cosas. En Andrade la poesía habla de sí misma mientras explora los contornos de un cuerpo. La unidad estética de toda su obra, a partir de “Las manos y los frutos” (1948), es pasmosa. Ya a partir de “Palabras prohibidas” (1951) su poesía aparece monda como un hueso, infalible y reluciente como un canto. “El silencio es, de entre todos los rumores, el más próximo a la fuente”, escribe. Se trata de una paleta dominada por la luz y el blanco, en suma, por el deslumbramiento. Una poesía alada que a fuerza de rigor consigue una apariencia de espontaneidad, que no quiere alejarse de la naturaleza sino fundirse con ella, con el cuerpo como protagonista ininterrumpido. Su escenografía es intemporal, edénica, nada en ella remite al siglo XX, y sus palabras son cotidianas y humildes, como el pan recién hecho. Pocos han dignificado tanto la materia, con tanto amor, manteniéndose al mismo tiempo alejados de lo prosaico. Aunque el poeta sabe que “un pájaro cuando canta desciende vertiginosamente a la raíz”, algo que a él le está vetado. Y concluye: “Es de la cultura de donde proviene el acto desfigurante contra el que el poeta se rebela. Una cultura más interesada en ocultarle al hombre su rostro que en traerlo, bello y tenebroso, a la luz limpia del día”.

Lapidario andradiano

“Salvo en los momentos privilegiados del amor, el hombre es lo más errante que hay en la tierra, en busca perpetua de su propio rostro”.

“Con la alegría de los instintos perdida, los seres, como las cosas, se pudren”.

“El acto poético es el empeño total del ser para su revelación. Este fuego de conocimiento, que es también fuego de amor, en que el poeta se exalta y consume, es su moral. Y no hay otra.”

“Escribir no es un proceso límpido. La mayor parte de las veces tengo la sensación de entrar en un laberinto llevado por un ritmo (...). Voy a ciegas para el poema, como ciertos animales caminan por instinto para el lugar de la muerte”.


Artículo publicado en La Vanguardia la primavera de 2005, una semana antes de la muerte de Eugénio de Andrade. Traducido al portugués por Courrier Internacional.